Quedan
lejos los días en que el nombre de Vernon Walser asomaba a diario y a colación de casi
cualquier tema, en los cafés de París. Y es que su fama, tanto dentro como
fuera de los círculos artísticos de la ciudad, no dejó nunca de crecer a lo
largo de los años sesenta; alimentada a partes iguales por la notoriedad de sus
obras y los escándalos que día tras día aliñaban su vida licenciosa y poco dada
a la discreción.
Sin embargo el tiempo parece haber
sabido cumplir su función de tamiz y, de entre los cientos de historias que
cerca de medio siglo atrás orbitaron en torno a su figura, hoy podemos rescatar,
sin dificultad alguna, las realmente trascendentales (y por ende verdaderas) e
ignorar aquellos otros episodios que jamás habrían llegado a ser ni tan
siquiera anecdóticos, de no ser por la frecuencia con que las malas lenguas
adulteraron la realidad.
Una de las fábulas más notorias de
aquellos tiempos fue la que situó a Vernon Walser en el reservado de uno de los
más aclamados cabarets de París, rodeado de diez prostitutas tailandesas que,
sin dejar en ningún momento de cantar La
Marsellesa, le dieron placer oral hasta provocarle cinco eyaculaciones, dos
desmayos y un infarto (no necesariamente en este orden). Y, sin dejar de ser
cierta esta historia, hoy podemos afirmar sin temor a equivocarnos que ninguna
de aquellas prostitutas resultó ser Charles de Gaulle travestido, tal como
aseveraron algunos diarios franceses a la mañana siguiente.
No obstante, pese al revuelo formado
tras aquel escándalo y las consiguientes amenazas por parte de las autoridades,
tanto civiles como militares y eclesiásticas, de declararlo persona non grata,
mandarlo fusilar y excomulgar (respectivamente y no necesariamente en ese
orden), Walser no abandonó su estudio de París hasta dos años más tarde. Sólo
entonces, aquejado por las deudas y en lo más profundo de un bache creativo,
hizo las maletas y regresó al diminuto apartamento del Greenwich Village
neoyorkino que lo viera crecer y despuntar como pintor casi una década atrás.
Para su sorpresa y regocijo el
apartamento estaba exactamente igual que cuando lo dejó, salvo por el pequeño
inconveniente de que su casero se lo había alquilado a una familia de
trapecistas húngaros que, en un alarde de generosidad, permitieron a Walser vivir
con ellos y compartir el baño gratis a condición de no acercarse a menos de dos
metros de la hija menor (una atractiva veinteañera que tenía la malsana
costumbre de andar siempre desnuda por toda la casa). Éste, como gesto de gratitud,
pintó un retrato de tan simpática familia titulado Gulash con onanista al fondo. Tal obra, expuesta actualmente en el
Centro Pompidou de París, apenas supuso una salida temporal al bloqueo creativo
de Vernon; bloqueo que, con el tiempo, derivó en una profunda depresión a causa
de la cual se recluyó voluntariamente bajo el fregadero. Tan absurdo encierro
(que apenas abandonaba diez minutos al día para salir a fumar) sólo tuvo fin al
cabo de seis meses, cuando sufrió lo que los místicos denominan “una revelación”
y los neurocirujanos “una embolia” y, armado con un desatascador, salió a la
calle anunciando un nuevo orden en el Universo. Afortunadamente para él,
Estados Unidos era por aquel entonces presa del New Age y el consumo desmedido
de ácido y su proceder pasó inadvertido para todo el mundo con el que se fue
tropezando, excepto para Andy Warhol, que justo acababa de bajar a la calle
para comprar el pan, cuarto y mitad de jamón de York y un poco de peyote cuando
se lo cruzó. Reconociéndolo al instante, Warhol lo invitó a su casa, le puso
una manta sobre los hombros y le sirvió un plato de sopa caliente que debió de
ser de su agrado, pues repitió.
Hasta ese día, Warhol y Walser tan
solo habían coincidió un par de veces en casa de un amigo común para jugar al
parchís. Eso había sido a primeros de los años sesenta, poco antes de que
Vernon se marchase a Europa y, aunque las carreras los dos artistas apenas
estaban despegando entonces, ambos sentían una profunda y sincera admiración
mutua.
Fue por ello que, en cuanto Walser quedó
saciado de sopa, Warhol le propuso quedarse en su casa una temporada y éste
aceptó al instante.
Craso error.
Vernon, a los cinco días de
instalarse, y tras una discusión que abarcó tres de ellos, quemó el peluquín de
Andy con un soplete y este lo echó a patadas de su casa. Esta anécdota de la
vida de Andy Warhol (la pérdida de su peluquín favorito) es apenas conocida
dado que al día siguiente de aquello, Warhol recibió seis disparos y, por
alguna razón, la prensa se centró más en esto último. Sin embargo, incluso
aquel episodio quedaría finalmente eclipsado a su vez por el atentado que
Robert F. Kennedy sufrió dos días más tarde. Un amigo común declaró entonces,
visiblemente compungido, ante las cámaras de la televisión pública
norteamericana: «¡Qué semanita! No ganamos para disgustos, oye». Y después se
ahorcó.
Vernon, no obstante, permaneció
indiferente a todos estos sucesos; más que nada porque no se enteró de ellos. Y
es que, según salió abruptamente por la puerta de la casa de Warhol, cayó a una
alcantarilla. Como todo el mundo sabe, el sistema de alcantarillado de Nueva
York no reúne unas condiciones de salubridad ni mínimamente aceptables, aparte
de tener el inconveniente de estar plagado de humedades, cocodrilos y mutantes,
mas todo lo anterior no fue óbice para que el pintor, tras deambular unas
horas, decidiera instalarse en un tramo de alcantarilla situado en la 5ª
Avenida (a la altura del Museo Metropolitano).
Allí pasaría el resto de su vida,
alimentándose de los deshechos de los neoyorkinos, durmiendo entre inmundicias
y saliendo a la superficie ocasionalmente para comprar material de pintura,
tabaco y champú anti-caspa.
Su producción pictórica, aunque
pueda resultar extraño a los no iniciados en el trabajo de Walser, fue
sumamente prolífica durante esa etapa. Y es que, por alguna razón, Vernon
recuperó la inspiración (algunos estudiosos han teorizado acerca de la posible
liberación que encontró el artista al aislarse del mundo exterior; otros, en
cambio, hablan de intoxicación grave por metano). Sea como fuere, el caso es
que, aparte de las docenas de lienzos dedicados a plasmar los más diversos objetos
que llegaban a las cloacas, realizó la que sin lugar a dudas terminaría siendo
su obra maestra: un fresco sobre las paredes de las alcantarillas titulado Cuestión de inercia y que hoy día puede
ser visitado de nueve de la mañana a cinco de la tarde todos los días de la
semana previo pago de cinco dólares, con descuentos de hasta el 50% a grupos y
menores de doce años. La entrada no incluye la visita a zonas de las
alcantarillas más allá del área de exposición y la organización no se hará
responsable de los objetos perdidos o extraviados, así como de posibles amputaciones
fruto del ataque de los cocodrilos. Está prohibido fumar y dar de comer a los
mutantes.
Lamentablemente
Vernon Walser falleció antes de que su obra terminase siendo mundialmente
conocida y apreciada, víctima de un infarto causado por el susto que se llevó
una mañana al despertar y ver que no le quedaba tabaco.
Su cadáver se expone actualmente en
el Centro de Arte Moderno Reina Sofía de Madrid y, aunque el cuerpo está en un avanzado
estado de descomposición, aún conserva el cabello sedoso y libre de caspa.