Recuerdo
perfectamente qué me atrajo de ella en cuanto la vi.
Lo que no consigo recordar, por
mucho que lo intente, es qué me impulsó a separarme de mis amigos, atravesar
aquel pub atestado de gente y presentarme. Supongo que se debe a algún fallo
selectivo de la memoria, el mismo que nos condena a repetir una y otra vez los
mismos errores; en el mejor de los casos puedes saber qué hiciste mal, pero no
qué te impulso a hacerlo.
Me atrajeron los mismos detalles que
cada día pueden hacerme reparar en cualquier chica que me cruce por la calle,
esos mismos que logran que un rostro destaque de entre la multitud: una mirada,
esa forma tan coqueta de apartarse el flequillo en cuanto roza sus cejas… o una
sonrisa… que ni tan siquiera tiene por qué ir necesariamente dedicada a ti;
simplemente se te antoja encantadora.
Clichés.
Clichés repetidos hasta la náusea. Clichés heredados de padres a hijos; de una
generación de poetas a la siguiente. Clichés grabados a fuego en el
subconsciente colectivo. Clichés explotados por Hollywood. Clichés al ajillo,
en su salsa o rebozados. Clichés al fin y al cabo.
El
caso es que me presenté.
Y
empezamos a hablar como si nos conociéramos de hace años. Mis amigos, fieles
escuderos, no tardaron en acercarse y empezar a hablar con sus amigas. Ellas
comenzaron a beber más de lo acostumbrado y ellos más de lo aconsejable
(adolescentes, veinteañeros o treintañeros, da lo mismo, esta historia es
siempre igual). Y sus risas pusieron coro a nuestra charla hasta que, en
bloque, decidieron irse. «¿No os venís?»
No,
no nos fuimos. Seguimos hablando hasta que aquel local cerró y sólo entonces,
obligados por tal circunstancia, salimos de allí.
Para
entonces yo ya había sacado en claro dos cosas:
Una,
que ella no estaba interesada en mí.
Dos,
que yo no estaba interesado en ella.
Y
es que ella estaba demasiado pagada de sí misma, demasiado encantada de haberse
conocido y demasiado pesada después de tres copas (si quisiera salir con alguien
que no tolerase más de dos me iría de marcha con mi perro, él al menos sabe
apreciar un buen whiskey). Pero tardé demasiado en darme cuenta de todo esto y,
para cuando quise reaccionar, estaba atrapado.
A
veces ocurre que uno se pierde en una mirada, en esa forma tan coqueta de… en
toda esa mierda, vamos. Y los árboles no dejan ver el bosque. Ella saltaba de
una anécdota a otra mientras yo sonreía como un idiota y aliñaba su monólogo
con frases sueltas, creyendo ingenuamente que aquello me hacía formar parte de
una conversación.
Anécdotas.
Anécdotas acerca de su trabajo como correctora en una editorial, de sus años en
la facultad de periodismo, de sus intentos infructuosos de publicar un puñado
de poemas que había escrito, de ella y su gato (que ni tan siquiera bebía
whiskey). Anécdotas a ajillo, en su salsa o rebozadas. Ella me fue sirviendo
las suyas aderezadas con mostaza de Dijon sobre una base de egolatría
deconstruida. Y he de admitir que, al principio, resultaba refrescante al
paladar escuchar a alguien hablar de algo a lo que ama; saturado como suelo estar
de oír a la gente quejarse de aquello que odia. Pero tras tres platos terminé
saciado.
«Estudié
croata durante dos años.»
No
me jodas, esto ya fue demasiado.
«Parece
que están cerrando.»
«¡Oh…,
qué pena! Con lo bien que me lo estaba pasando. ¿Damos una vuelta?»
Mis
labios ya se disponían a negarse pero mi cerebro tardó en esbozar una excusa.
Tardó lo suficiente para que ella se acercase; no coqueta ni insinuante, sino
con naturalidad. La misma naturalidad con que me dijo al oído:
«Creo
que me gustas.»
Esto
último me sonó a chiste de mal gusto y aún recuerdo cómo la miré, preguntándola
en silencio de qué carajo estaba hablando, pero ella permaneció impasible.
Supongo que debí haber preguntado directamente en lugar de confiar en la
expresividad de mis ojos.
De
modo que terminé asintiendo, dejándome llevar por la situación, y al momento
nos encontramos en la calle, paseando en silencio como una pareja de octogenarios
(ella con una vaga sonrisa en el rostro y él tratando de entender lo último que
ella le había dicho).
«No
creo que yo te guste», dije al fin.
Sonrió
abiertamente y me cogió de una mano. Era evidente que había un problema de
comunicación. O quizás no, tal vez sólo estaba jugando.
«Hoy
es mi cumpleaños.»
«¡Vaya,
felicidades! ¿Así que tú y tus amigas estabais de celebración?»
«Me
cuesta creer que haya pasado ya un año.»
Respondí
que eso solía ocurrir y ella me miró como si yo acabase de decir una tontería.
«Intento
cambiar algunas cosas en mi vida, pero parece que estoy condenada a repetir los
mismos errores una y otra vez. Año tras año.»
Fue
entonces cuando vi claramente aquello que hasta entonces apenas intuía. Aquel
asunto, definitivamente, no iba de atracción; lo que yo inspiraba en ella, en
el mejor de los casos, era simple confianza, así que decidí dejarla seguir
hablando. Aunque en el fondo me temía que podía salir con alguna anécdota más,
la enésima de la noche.
Pero
en esto último me equivoqué. Ella no dijo nada más y al poco me soltó la mano.
«¿Cuánto
cumples?», pregunté.
«Treinta.»
«A
mí los treinta no me sentaron nada bien. Estoy rozando los treinta y dos y sólo
ahora creo estar haciéndome a la idea.»
Me
miró y se retiró el flequillo de las cejas con esa coquetería que me llamase
tanto la atención. Fue entonces cuando, sin saber bien por qué, sentí el
impulso de agarrarla de la mano. Pero ella se apartó.
«¿A qué idea?»
Silencio.
No me apetecía ponerme en plan trascendental y aburrirla con mis tribulaciones.
«No
era broma lo que te dije antes», prosiguió al ver que yo no respondería. «Me
gustas, aunque no vamos a follar.»
«¿Tiene
algo que ver con que hoy sea tu cumpleaños?»
«No
seas bobo.»
Y
ese “bobo” lo soltó con el encanto suficiente como para volver a coger mi mano
y lograr que a mí me pareciese lo más natural del mundo.
Caminamos
sin decirnos nada más, paseando nuevamente como dos octogenarios (ella con una
vaga sonrisa en el rostro y él tratando de entender con quién demonios iba
agarrado de la mano). No hubo más anécdotas; ni de sus años en la facultad, ni
de su trabajo, ni de su estúpido gato abstemio. Y he de reconocer que llegué a
echarlas en falta…, o tal vez no, tal vez sólo me había entrado un poco de
hambre.
Llegado
un momento se paró y dijo que habíamos llegado a su portal. Por un instante,
tengo que reconocer que por instante, creí que me invitaría a subir, pero me
soltó la mano, me dio un beso en la mejilla y me dijo:
«Me
gustas, en serio. Pero hay algo en ti que me dice que eres un capullo. Un tipo inseguro
e incapaz de apreciar a una chica que te ofrezca su amistad o valorar cualquier
gesto de afecto. Además, ¿en qué momento exacto diste por supuesto que no me
gustabas? No, mejor no respondas. Mira, será mejor que no volvamos a vernos.»
«Feliz
cumpleaños.»
Sí,
eso dije.
«No
quiero volver a saber nada más de ti.»
Sí, eso dijo ella.
Y desapareció en su portal. Yo me di media vuelta preguntándome qué carajo había pasado y enfilé calle abajo buscando un taxi. Supuse que acababa de convertirme en una de esas anécdotas con las que amenizase las noches de aquellos que atraídos por una mirada, por esa forma tan coqueta de apartarse el flequillo…, o a lo mejor por su sonrisa, terminaran sintiendo la necesidad de acercarse y conocerla.
Sí, eso dijo ella.
Y desapareció en su portal. Yo me di media vuelta preguntándome qué carajo había pasado y enfilé calle abajo buscando un taxi. Supuse que acababa de convertirme en una de esas anécdotas con las que amenizase las noches de aquellos que atraídos por una mirada, por esa forma tan coqueta de apartarse el flequillo…, o a lo mejor por su sonrisa, terminaran sintiendo la necesidad de acercarse y conocerla.
O
tal vez no y quizás ella tuviera razón y yo…
No,
creo que no. Me quedo con la idea de verme reducido a una anécdota más.