HISTORIAS DE UN HOMBRE DECONSTRUIDO

jueves, 6 de octubre de 2011

YA COCINO YO

           Ella nunca había sido buena cocinera (lo más que puedo argumentar en su defensa es que yo tampoco). Y sí, quizá haya que reconocer que el cocido de lata y los congelados sabía prepararlos con prestancia y darles un puntito casero añadiendo con una hoja de perejil su toque personal. Mas no por ello lo más elaborado que se atrevió a preparar hasta aquel día habían sido unos sándwiches de foie-gras con queso que, víctimas inocentes de su inexperiencia con la sandwichera salieron negros como el tizón y terminaron en el cubo de la basura.

            De modo que ignoro las razones que la pudieron empujar a decidir cocinar aquel día. Bien es cierto que teníamos visita: mi hermano y su novia se pasarían para comer, pero ya en otras ocasiones una llamada a un chino o una pizza habían resuelto el menú. Y tampoco había necesidad de impresionarles ya que ambos se nutrían casi exclusivamente a base de hamburguesas de pollo y patatas fritas pues su paladar rechazaba con arcadas cualquier salsa o condimento más allá del ketchup o la mayonesa. Es más, mi hermano usó durante años la salsa al pesto como laxante.

            Y allí estaba ella, frente a los fogones y con la encimera repleta de filetes de pollo, pimientos, cebollas, ajos, botes de especias, limones…

            "¿Quieres que te eche una mano?”.

            “Te he dicho que ya cocino yo, que te quedes en el sofá viendo la tele”.

            Pero no podía dejarla sola ante semejante derroche de materia prima, estaba convencido de que no sabría ni por donde empezar y la sola imagen mental de cómo podría terminar todo me atormentaba.

            “¿Estás segura?”.

            “Vete, que todavía me pones nerviosa”.

            Y resignado me arrastré hasta el sofá del salón que, muy amablemente, abrazó mis posaderas. En cuestión de segundos escuché el primer grito.

            “¡Joder!”.

            “¿Qué pasa?”, pregunté aún sentado.

            “¡Trae tiritas!”.

            Cuando entré en la cocina y vi que se lavaba un corte superficial en su mano izquierda bajo el grifo del fregadero creí que se daría por vencida y cedería en su empeño por cocinar más allá de sus posibilidades.

            “Las tiritas”.

            “Dame, y vete que aún no he terminado”. Terca mujer. Ni por asomo la volvería a dejar sola.

            “No hay nada en la tele, mejor me quedo aquí calladito y en un rincón para dejarte hacer”.

            “Vale, pero no abras la boca que me pones nerviosa”.

            Y así hice, apoyándome en el quicio de la puerta de la cocina y encendiéndome un cigarro.

Vi cómo se ponía tranquilamente la tirita para, acto seguido, agarrar un cuchillo jamonero y arremeter contra un pimiento tratando de cortarlo en juliana. Fiel a sus deseos, no dije nada.

“¡Mierda!”, gritó al cortarse de nuevo en el mismo dedo. Y mi enfermiza mente fantaseó por un instante con un dedo saltarín que pegando botes terminaba en una de las sartenes y empezaba a freírse mientras yo buscaba una espátula para sacarlo y meterlo en hielo y rezar por poder reimplantárselo. Entonces, un profundo sentimiento de vergüenza por haber imaginado que algo así pudiera pasarle a la persona que yo más quería me sacó de mi estado de anonadamiento y me acerqué para ayudarla con la herida.

“¡Quédate donde estabas! Que sé lo que me hago”, gritó mientras se ponía otra tirita.

Retrocedí hasta la puerta y reparé en el humeante aceite de una de las tres sartenes dispuestas sobre la vitrocerámica. De nuevo, no dije nada y ella volvió a cebarse con el pimiento.   

            Una vez hubo terminado de rebanarlo dio un paso atrás y echó un vistazo general a la encimera. Supuse que estaría pensando por donde continuar: si agarrar otro pimiento, arriesgarse y atacar a alguna cebolla, ir sazonando el pollo… sólo Dios sabe qué carajo rondaría su cabeza durante esos segundos a lo largo de los cuales yo, hombre de palabra, no dije nada.

            Por fin agarró la tabla sobre la cual reposaba el pimiento y lo volcó bruscamente sobre la sartén que captase mi atención instantes antes, haciendo que el aceite saltase por doquier y alcanzase, mínimamente, uno de sus brazos.

             “¡Joder!”, gritó.

            Esta vez mi mente permaneció en su sitio y reaccioné con rapidez.

            “¿Te traigo una pomada?”.

            “¡Cállate! Sí”.

            Apagué el cigarro y me fui al cuarto de baño a por la pomada para las quemaduras. Cuando volví con ella me la quitó de las manos y me apartó de un manotazo.

            “Ya me apaño yo solita”.

            Y volví a refugiarme junto a la puerta, limitándome a observar en silencio cómo embadurnaba su brazo con aquel potingue.

            “Ya está”, dijo para sí cuando terminó.

            Tras lavarse concienzudamente las manos cogió una botella de aceite y la vació repartiendo su contenido entre las dos sartenes que aún no había usado. Recé en silencio mientras ella conectaba los selectores de la vitrocerámica al máximo.

            Entonces sacó un cuchillo de carnicero más parecido a un hacha que a un instrumento de cocina, agarró una cebolla y yo no pude sujetar mi lengua por más tiempo:

            “Cuchillo de carnicero igual a cuchillo para carne”.

            “¿Es que no te vas a callar?”, contestó agitando la cebolla en el aire.

            Sellé simbólicamente mis labios haciendo recorrer por ellos una cremallera invisible y agaché la cabeza.

            Me la imaginé cortándose una mano que, por efecto de la inercia, comenzaba a dar vueltas por la encimera cual peonza, como danzando un macabro breakdance mientras ella gritaba que la culpa era mía por haberla puesto nerviosa y me señalaba con su sangrante muñón.

            Me despertó un horrible grito y, joder, este era de verdad.

            Vi la cebolla medio troceada esparcida por toda la vitro y una sartén volcada en el suelo.

            “¡Trae la pomada, joder!”.

            “¿Qué cojones pomada? Te acabas de quemar las dos piernas, no hay pomada en el mundo para eso. Llamo a urgencias”.

            Sus finos pantalones de algodón se habían pegado a la piel y humeaban esparciendo un hedor insoportable.

            “¡Ahhhh! Mierda, quema”, chillaba saltando por toda la cocina.

            Ya tenía el móvil en la mano cuando sonó el telefonillo.

            “¡Joder, son ellos! Deja el puto teléfono, tengo que terminar de preparar esto”.

            No podía dar crédito a lo que me decía, se debía de haber vuelto loca, de modo que la ignoré y comencé a marcar.

            “¡He dicho que sueltes el puto teléfono!”, chilló acercándose torpemente hacia mí, mirándome con unos ojos que no transmitían odio, si no rabia y dolor. Reparé en sus piernas y ahora fui incapaz de distinguir los pantalones de su piel: se habían fundido.

            El telefonillo volvió a sonar.

            “¿Quieres abrirles de una vez?”.

            Mi vista se nubló un segundo y cuando volvió en sí reparé en que ella sujetaba con manos temblorosas una sartén. Arrojé el móvil contra la pared y quise acercarme a ella, pero no me dio tiempo.

            El dolor pudo con ella, sus piernas la fallaron. Cayó bruscamente dando con su espalda en el suelo y la sartén, tras describir una extraña parábola en el aire, derramó todo su aceite sobre su pecho y su cara. Lo que siguió fue un grito dantesco y un nuevo timbrazo del telefonillo.

            Paralizado por el horror, contemplé cómo ella, entre alaridos, se incorporaba y comenzaba a arrancase la piel de su cuerpo a tiras. Las mejillas y los hombros necesitaron de varios intentos pero no así el cuero cabelludo, que se desprendió con macabra facilidad.

            Ante tal visión mis tripas no pudieron resistir más y vomité mi desayuno a sus pies, sobre las baldosas repletas de pellejo frito.

            Postrado, escupiendo los últimos tropezones de lo que pocas horas antes fuesen unos deliciosos cruasanes de chocolate, con la cabeza a un palmo del suelo, reparé en un par de bolitas que nadaban entre mi pota. Al reconocerlos como los ojos que un día me enamorasen noté una nueva arcada que, esta vez, sólo trajo consigo un reguero de bilis que aliñó la horrible mezcolanza orgánica creada en un instante.

            Logré levantarme sacando fuerzas de lo más profundo de mi ser y al instante me arrepentí de haberlo hecho.

            Su cabeza, reducida a una calavera adornada con jirones de carne se movía desorientada, de izquierda a derecha, como preguntándose qué cojones estaba pasando.

            El telefonillo volvió a sonar.

            Pude ver su mandíbula agitarse tétricamente y oír un hilo de voz pronunciar algo ininteligible antes de que aquello que milagrosamente aún la mantenía unida a la vida la abandonase definitivamente y su cuerpo se desplomase.

            Y el telefonillo sonó una vez más.

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