HISTORIAS DE UN HOMBRE DECONSTRUIDO

domingo, 9 de octubre de 2011

LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS

«Ha ha», dijo compendiosamente,

y no se extravió en consideraciones más amplias.

Gestas y opiniones del Doctor Faustroll,

Alfred Jarry





            Abrió la puerta y se encontró con el cuerpo desnudo de su vecina. Le faltaba la cabeza, pero aún así la reconoció al instante; era su vecina de abajo, sin duda. Sus curvas, sus lunares, aquella marca de nacimiento en forma de clavel rodeando el minúsculo ombligo… Apenas se habían acostado un par de veces, muchos meses atrás eso sí, pero ciertos detalles no se olvidan fácilmente.

Se quedó clavado en el sitio, con las llaves en una mano, un cigarro aún por encender en la otra y la puerta por cerrar. ¡Menudo día llevaba!

Ya nada más despertar comprobó con Estupor (su perro), que las oes de su nombre se habían desprendido durante la noche y rodaban de un lado a otro por el suelo de la habitación, escondiéndose bajo la cama cada vez que trataba de atraparlas. De ahora en adelante tendría que hacerse llamar Ernest Alfred y la gente lo tomaría por francés.

Salió de la habitación, camino de la ducha, mientras Estupor le ladraba a las juguetonas y escurridizas oes.

—No insistas, amigo, mucho me temo que no saldrán fácilmente de ahí.

Y fue entonces, a las puertas de su ducha matinal, antes de su primer café y de acercar siquiera el primer cigarro del día a sus labios, cuando sonó el teléfono. No acostumbraba a contestar estando bajo de alcaloides, de modo que lo dejó sonar, se desvistió y abrió el grifo del agua fría.

Media hora, una ducha, un café con leche y dos cigarros más tarde, Ernesto ya estaba sentado frente al ordenador. El tiempo apremiaba, la crónica en la que trabajaba tenía que estar terminada para el día siguiente y apenas llevaba escritas unas pocas líneas. Si bien él siempre había trabajado mejor bajo presión y en esos momentos se encontraba en su salsa, aporreando el teclado mientras los Lynyrd Skynyrd martilleaban sus tímpanos desde la minicadena, en el extremo opuesto del salón.

Oyó cómo Estupor arrancaba a ladrar nuevamente y se levantó dispuesto a prepararse su segundo café.

—¿Hay suerte colega? Avísame si esos cabrones salen de su escondite —dijo desde la cocina, arrastrando cada sílaba de puro desdén hacia su propia pregunta; sin fe alguna en que las oes cesasen en su rebeldía.

Y entonces el teléfono sonó por segunda vez y esta vez sí lo descolgó. Reconocer a su ex tras la voz que gritaba incoherencias al otro lado de la línea no le hizo mucha gracia. Cuando vivían juntos ella siempre se las apañaba para interrumpirle con sandeces de los más variados calibres mientras él estaba escribiendo y Ernesto no entendía esto como una falta de respeto hacia su trabajo, si no hacia él.

—¿De qué cojones estás hablando? ¿Qué Apocalipsis ni qué hostias?

—Te digo que están aquí los cuatro jinetes del Apocalipsis y preguntan por ti —respondió ella.

—¡Vamos, no jodas! Ahora estoy ocupado, ponles algo de picar y que esperen sentados. Ya veré si puedo pasarme por tu casa más tarde.

—¡Pero que son los cuatro jinetes del Apocalipsis!

—Como si son los tres tristes tigres que comen trigo en un trigal, no me llames para gilipolleces —Ernest colgó y se llevó las manos a la cabeza; aquella mujer le sacaba de sus casillas. Dos años, un puñado de polvos con su vecina y unos cuantos miles de euros en psicoterapia después de haberse separado, ella aún conseguía desequilibrarlo ocasionalmente con llamadas inoportunas.

Ernesto Alfredo pensó entonces en ofrecer las erres de su nombre al Dios de turno con tal de que su ex le dejase en paz. Incluso aunque tal sacrificio implicase hacerse llamar “Enest Alfed” y que la gente lo tomara por un francés gangoso; la quintaesencia de lo ininteligible, sin duda.

—¿Y esas oes? ¿Salen? —preguntó caminando hacia el dormitorio.

Pero Estupor no respondió. En esos momentos estaba tumbado a los pies de la cama y se entretenía siguiendo con la mirada a las oes mientras éstas correteaban y pegaban minúsculos saltitos de o.

Tras dar una palmadita al perro y abrir el armario se quedó parado un instante antes de decidir vestirse con unos vaqueros raídos y una camiseta negra. Andaba escaso de tabaco y ya eran cerca de las diez; al menos la interrupción de su ex le serviría para mover el culo de la silla y bajar al estanco.

Fue entonces cuando salió del piso y vio a su vecina tirada en el rellano, desnuda y decapitada.

En cuanto recuperó algo de compostura se giró, lentamente, como quien teme despertar a un gigante (o, en su defecto, a alguien que pueda partirle la cara a uno sin inmutarse: un padre al que se le despierta de la siesta, por ejemplo), y volvió a entrar en su casa. Sólo tres palabras cruzaron por la mente de Ernesto: «¿Pero qué cojones…?».

Oyó un gran estrépito proveniente de la calle y salió de su ensimismamiento; corrió hacia la ventana del salón para asomarse. En las aceras todo eran gritos y caos, mientras el cielo, encapotado y amenazando tormenta, parecía ir resquebrajándose por momentos. De entre la grieta que poco a poco se formaba aparecieron cuatro jinetes a lomos de cuatro caballos.

«¿Pero qué cojones…?».

Siguió con la vista a los jinetes y estos descendieron hasta su calle, dejando a los corceles junto al portal y llamando al telefonillo de Ernesto.

«¿Pero qué cojones…?».

Al ver que nadie contestaba hicieron un corrillo y comenzaron a charlar entre sí. Mientras, la gente a sus espaldas corría despavorida: unos envueltos en llamas (lo cual, aunque poco útil, al menos es bastante comprensible) y otros gravemente mutilados (algunos de los cuales, aquellos que habían perdido al menos una pierna, no es que corriesen mucho).

Y los jinetes volvieron a llamar al telefonillo.

—¿Sí? —contestó, al fin, Ernesto.

—Baja —respondieron los cuatro al unísono.

—No quiero.

—Ernesto, mira, soy la Peste. No te hagas de rogar, tarde o temprano tendrás que bajar, aunque sólo sea para comprar tabaco, así que no nos hagas perder el tiempo a lo tonto  —dijo uno de ellos.

El telefonillo permaneció en silencio unos segundos hasta que, finalmente, Ernesto respondió.

—Paso. Además, ahora me llamo Ernest.

—No nos hagas subir, Ernesto —amenazó nuevamente la Peste.

—Ernest.

La Peste se llevó las manos a la cabeza, incapaz de contener los nervios, y dijo a los demás que él así no podía trabajar, que no eran maneras, que antes las cosas se hacían de modo bien distinto y nunca habían tenido esos problemas.

—¡Subimos! —añadió entonces uno de sus compañeros a la vez que abría la puerta de una patada.

Un instante después sonaba el timbre del piso de Ernesto y él les abrió amenazándoles con un cuchillo de carnicero.

—¿Se puede saber qué pretende? —preguntó la Peste mientras el resto observaban, curiosos, el cadáver de la vecina.

—Les estoy amenazando. Lárguense antes de que cometa alguna locura.

—Guarde eso antes de que se haga daño y tome —dijo tirando una túnica negra sobre la cara de Ernesto —. Vístase, este es su nuevo uniforme.

—Su nuevo uniforme —corearon los otros tres jinetes.

—Queda usted oficialmente reclutado.

Y Ernesto dejó al momento de preocuparse por haber perdido las oes de su nombre, apartó de su mente el trabajo pendiente, borró de un soplo cualquier recuerdo de su ex, de su vecina y de la cotidianeidad que hasta ese instante había inundado cada resquicio de su vida.

Lo más que alcanzó a decir (a medio camino entre la sorpresa y la incredulidad y escoltado por Estupor, que había decidido dar por imposibles a las oes), lo único que logró pronunciar fue…

«Ha ha».   


2 comentarios:

  1. Curioso, muy curioso aunque quizás el final pierde algo de fuerza, pero de nuevo me ha gustado. Saludotes.

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  2. Sí, traté, de algún modo, de hacer un guiño a Alfred Jarry y su "Gestas y opiniones del Doctor Faustroll, patafísico", pero estás en lo cierto, el final me parece algo flojo incluso a mí.

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